«No soy buena para esto. A mi eso se me da fatal. Ya olvidé todo lo que aprendí. Cualquiera puede hacerlo. Fue solo cuestión de suerte».
Son ideas mías o ¿cada vez son más las veces que escuchamos o decimos cosas como estas refiriéndonos a nuestras capacidades?
Es como una epidemia mundial. Algo que se hizo viral no solo en las redes sociales sino también en el mundo real: el síndrome del impostor llegó para hacernos dudar, no de otros sino de nosotros mismos.
Wikipedia define este síndrome como «un fenómeno psicológico en el que la gente es incapaz de internalizar sus logros y un miedo persistente de estar descubierto como un fraude».
Y es que al parecer a la mente le resulta más fácil gritarnos cosas como «mentiroso» «falsa» «impostor» en lugar de «brillante» «inteligente» «profesional». Todo lo aprendido en la vida, en un oficio, en la universidad se fue por un caño, ¡Adiós! ahora es el impostor el que manda en este mundo.
Hombres, mujeres, profesionales, actrices, directores de exitosas compañías dudan de sus capacidades, de sus triunfos, de sus conocimientos. El síndrome del impostor no discrimina.
Confieso que muchas veces me he sentido así, como una impostora, temerosa, dudando de cada paso que doy. Menospreciando cada logro, restándole valor a todo lo que hago.
Yo me niego a vivir bajo este «fenómeno psicológico» y entregarme por completo a él. Así que me toca ser la mala de la película y mandar bien lejos esa voz perturbadora que todo lo sabotea.
Me concentro en no cuestionar el reconocimiento que pueden hacer de mi trabajo y lo recibo con humildad. Me enfoco en todo lo que sé hacer. Celebro mis triunfos y me doy palmaditas en la espalda cuando materializo un objetivo, sin medirlo en grande o pequeño, porque todos al final suman, me enseñan a ser la persona que soy y sobre todo me dan la fuerza para decir ¡No soy una impostora!
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